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Diario YA


 

La criminalidad juvenil, fenómeno de nuestro tiempo

Rafael González. 15 de marzo.

De cuando en vez, y cada vez con más frecuencias, nos sorprenden noticias de crímenes perpetrados por jóvenes, como el asesinato, no ya tan reciente, pero aún sin resolver, de la menor de 14 años residente en la localidad sevillana de Camas, Marta del Castillo, del que se inculpó un amiguete o lo que fuera, y cuyo cadáver aún no ha sido encontrado.
Otras veces son crímenes múltiples, o auténticas masacres, como la reciente ocurrida en la ciudad alemana de Winnenden, en donde un joven estudiante, Tim Kretschmer, asesinó a 15 personas en un instituto y luego se suicidó. Pero suele ser de Estados Unidos de donde con más frecuencia nos llegan noticias de tragedias múltiples, casi siempre causadas por jóvenes adolescentes, que eligen el centro educativo en el que estudian, como escenario de su desquiciamiento criminal.
El caso es que, ocurran allá o acá, son cada vez más frecuentes estos estallidos de  locura, generadores de violencia extrema, indiscriminada y sorpresiva. Son erupciones imprevisibles, ante las que parecer ser que carecemos de preparación, pero las que no cabe clasificar como casos aislados, sino como hechos repetidos, a los que hay que encuadrar en una fenomenología propia de nuestra sociedad moderna y, por tanto, merecedores de estudios y análisis apropiados.
Los psicólogos y los siquiatras hablan de vacío existencial como una de las causas genitivas de estos fenómenos. Otros hablan de la ideologización de los bienes materiales, como razón suprema de las aspiraciones humanas; y en la carencia de estos bienes materiales podría radicar el núcleo impulsor de las conductas violentas. Pero eso, para los laicos en tales materias, ya con cierta edad, pero que nos hemos criado con carencias materiales, a veces extremas, no puede ser así.  Cuando a los jóvenes de hoy se les detallan tales carencias, alucinan, como dicen ellos. A mí me pasa con mis nietos. Cuando les hablo de las dificultades que encontrábamos en los años cuarenta los niños que accedíamos a los Institutos de 2ª enseñanza, con enormes sacrificios de nuestros padres, o de las carencias, incluso alimenticias, reglada por las cartillas de racionamiento, me miran como si yo hubiese habitado en otro planeta y hubiera logrado sobrevivir. Sin embargo, aquellas generaciones posteriores a la guerra civil fueron pacíficas, respetuosas con los principios morales y costumbre tradicionales, y conformaron una sociedad que solo esperaba el desarrollo económico, social y político, como al final fue llegando, para alcanzar el nivel de una sociedad bastante aceptable.
Pero, al remaste, lo que ocurrió fue que la opulencia olvidó la formación. Se adoró con fervor desmedido al becerro de oro. Se descuidó la educación en la verdad, en la bondad de las cosas y en la belleza como bienes del espíritu y como revaloración del patrimonio humano de cada individuo y grupo familiar. La disciplina y la abnegación fueron consideradas como actitudes tiránicas, y las buenas maneras y la cortesía reputadas como mera cursilería. Tú por tú a todo el mundo, maestros y profesores, autoridades en cualquier materia, curas, ancianos... En nuestra sociedad desarrollada los jóvenes crecen a su libre albedrío y con pésimo gusto en el vestir y en la manera de divertirse. Si un padre reprende o castiga a un hijo gamberro puede verse desautorizado por un tribunal de justicia e incluso sancionado. La progresía eccematosa aplaude todo esto porque cree que fomenta la autonomía individual y la plena realización personal. ¡Menudo sofisma! 
Por eso, muchos creemos que la conducta criminal de quienes perpetran esas terribles masacres, como la de ahora en Alemania, se debe a la ausencia de principios éticos y a una interpretación superficialidad de la vida; a la carencia de espiritualidad y a esa insensatez que supone desechar como trabas los valores morales que fundamentaron nuestra civilización occidental, todo lo cual actúa como veneno que secan los afectos, el amor, la solidaridad, el interés por el prójimo. En suma, la fraternidad humana, basada en una concepción cristiana de la vida.
 
 

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